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viernes, 10 de abril de 2020

VIERNES SANTO EN EL LUGAR DE LA MUERTE... Y LA VIDA.


Salieron a un lugar llamado Gólgota (que significa «Lugar de la Calavera»)...” [Mateo 27:33]
Algo así podría decir que ocurrió. Eran las 04:30 de la mañana. El vencedor absoluto de todos los madrugones que había todos los días. 29 de diciembre de 2019, podría pensarse que era navidad, pero parecía la Madrugá… fuimos a pie, atravesando las vacías avenidas de la nueva ciudad. Apresurados (como siempre), cruzándonos a los nativos que el trabajo ya los tenía en pie. Estoy seguro de que no se sorprendían al ver a ese grupo de extranjeros por lo que seguramente iban a hacer. La puerta de Damasco se nos presentaba abierta de par en par, con su correspondiente policía (nada que no se parezca a lo que aquí podemos ver, mucho miedo nos da la prensa) esperando que la vieja y legendaria Jerusalén nos engullera en un discurrir único e irrepetible. Los callejones se nos abrían como un laberinto buscando el lugar de la Calavera.
Parecían los relentes de este tiempo esperado, cuando en el único murmullo que íbamos produciendo se abrió la plaza del lugar, la basílica del Santo Sepulcro. Yo creo que todos estábamos indignados con la hora que los ortodoxos nos dejaban celebrar la misa. ¿Quién podría haber a esa hora? Lo bueno de las iglesias ortodoxas (aunque esta es de todos los cristianos, los ortodoxos son los que más poder tienen en ella) es que a los “rancios” nos producía más intimismo, más sabor a lo que siempre fue… nos recordaba más a lo nuestro. Fueron tan fugaces los momentos, que apenas acertabas el que mirar o el que sentir mientras los cánticos frente al Sepulcro nos trasladaban a otra época. Nos apostamos a la entrada de la antiquísima iglesia y nos indican a subir unas escaleras… y subimos al calvario (escasamente 5 o 6 metros). Apenas quedaban minutos para las cinco de la mañana y el íntimo espacio se presentaban casi lleno de fieles. Primer impacto. La decoración ortodoxa de las lámparas nos cubría y un icono, un calvario pintado sobre tablas recortadas con las figuras de los personajes (Cristo, María y Juan) entre suntuosidades de plata nos indicaban que ahí estaba el lugar exacto que desde niño siempre despertó mi curiosidad.















Todos nos imaginamos como un gran cerro lo que tuvo que ser el calvario, pero no. Si aquello era el lugar sobre el que construyeron un templo para cubrirlo no superaría de altura mucho más que un piso normal. Costaba imaginarse cómo pudo ser aquel peñasco del siglo I. Habíamos recorrido callejones que hace dos mil años eran “to campo”, es más, el calvario era una vieja cantera. Pero viendo los iconos, el cristal o metacrilato nos volvía a mostrar una piedra, la sencilla y rústica piedra donde aquel primer viernes santo el Señor se vació entero por todos nosotros, dándonoslo todo, su vida y su amor. Es muy difícil describir esas sensaciones, mientras atónitos mirábamos el lugar entendiendo muchas cosas sobre todo lo que nos rodeaba. Y formamos una fila para besar la santa piedra donde derramó su preciosísima sangre.
Subimos pensando que íbamos a ver, venerar lo que nos encontrásemos para después escuchar misa en el lugar donde el Hijo del Hombre murió y se levantó de entre los muertos. La noche anterior, bueno horas antes, había visto videos de las misas de peregrinos en la basílica del Santo Sepulcro y veía que se alojaban en una curiosa capilla, que está allí, pero no tenía el encanto y la magia de ese lugar. Ni por un asomo me esperaba que allí se diera la misa. Pero no me dio tiempo a llegar a la roca cuando Alfonso y Nacho (un futuro sacerdote que nos acompañaba) salieron ya vestidos, para que comenzara el rito de la misa (con regañina del ortodoxo para que no se cantara). Se daba justamente en un lado del Calvario (zona ortodoxa), la zona donde se clavó a Jesús en la cruz (zona católica). Ese momento queda reflejado en un mosaico en el altar donde al lado había ¡una imagen de una dolorosa!. Por fin una obra que me recordarse a la iglesia española (la guía, después nos dijo: "está hecha en España", pero no he conseguido aún conocer su historia).
La misa iba a ser especial para mí, pero no al nivel que yo me imaginaba. Cada jornada nos pedían que leyéramos las lecturas de las misas. No sé por qué, a mí, Claudia (la guia) me insistió varias veces y le dije que yo lo haría en Jerusalén. No tenia ni idea donde sería. Es más, el día anterior fue en el Cenáculo y pensaba que iba a ser ahí, pero no. Pensé que ya ni se acordaban de mi petición o deseo… Qué mejor recuerdo que leer en la única vez que quizás asista a misa en el Santo Sepulcro de Jerusalén. Pero la emoción recorrió mi cuerpo viendo que sería justo en el lugar que lo clavaron, justo en el lugar donde fue exaltado para abrirnos las puertas de la vida eterna. Además, quedó guardado para mi memoria con una rotunda emoción… días antes le pedí a Puche (que oficiaba todas las misas) que si allí se podían nombrar a nuestros difuntos. Me contestó que no había ningún problema y le pedí que nombrase mi difunto más próximo, obviamente el que más me ha dolido despedir. Qué cosas, tomando aquel café en Belén, le recordé aquel día de mayo de 1994, algo que aquella tarde él me dijo. Esta vida es un puzle que Dios va construyendo y que solo Él sabe su conclusión. Quien me lo iba a decir que sería en el mismo lugar donde Jesús salvó su alma derramando su sangre, que mi amigo Puche pediría por el alma de mi hermano Cristóbal. Yo le dije: “no sé si le hará falta, yo estoy seguro que no, que él ve su rostro y que algún servicio le estará haciendo, pero estoy seguro que a mi madre se le clavará en el corazón” (me dio tiempo hasta a grabarlo). No fue casualidad, yo que pensaba que sería en otro lugar, fue en el mismo lugar del calvario, allí donde se dio el momento que él tanto adoró, y que en nuestra casa tanto nos cala, la crucifixión. Fue nuestro Señor en su eterna Expiración y él los que me dieron a mí el regalo, ellos me volvieron a hablar de que estaban conmigo, que ellos me habían preparado este viaje de felicidad. ¿Casualidad? Seguro que no quisieron que se me olvidara nunca el día que estuve en el lugar que en hebreo significa “la calavera”, donde murió aquel que me ama sin pedir nada a cambio, aquel que remueve siempre mis inmundicias, mis defectos, mis vergüenzas, aquel como ya dije en el pregón, al que ya me gustaría ser digno de desabrocharle las sandalias…













Volvió a ser viernes santo, volvió Dios a morirse. ¿Cómo es aquello? Me preguntan los que tiene fe y los que la conocen menos. Cada uno sentirá algo muy suyo y personal. Entre aquellas tinieblas sientes que Jesús expira a cada segundo. Qué temprano era, pero ya había otra peregrinación esperando para su misa y volvimos a bajar del Gólgota donde bajo una cúpula imponente se levantaba como una pequeña y suntuosa "ermita". Ante ella los ortodoxos cantaban y tras ellos los armenios, con su extrema humildad por no decir pobreza. Había que esperar a que todo aquello terminara y entráramos en el lugar como lo hicieron las santas mujeres. La sepultura que cedió José de Arimatea se encuentra a escasos metros del calvario, por eso la iglesia cubre ambos lugares. Entendí como allí arriba todo estaba más que planeado para que siglos después todos fuéramos buscando el lugar de la muerte y de la vida.
Y digo lugar, porque es la palabra más idónea que encuentro para ello, porque tras entrar en el indescriptible y pequeño lugar solo estaba la losa. La losa que nos hablaba de la muerte. La losa de un dulce olor (como a azahar y jazmín) que besé dando gracias a Dios por estar allí, por morir por mí, y por levantarse para coger las llaves de la gloria, con la promesa de algún día disfrutar de ella. Como lo tiene que estar mi hermano, como todos los que entregaron confiadamente su corazón a Jesús o tan solo, creo yo, fueron buenos seres humanos, aunque nunca lo conocieran. Quien me iba a decir entonces lo que estamos viviendo. Que aquel día sería mi viernes santo y mi domingo de resurrección.
Caminando en la noche intenté sentir las horas de los juicios, los trasladados a las casas del sanedrín, el palacio de Herodes o la torre Antonia donde estaría Pilatos. El madrugón sirvió para eso y para la intimidad del sacrificio de la misa. Pero también sirvió para ver amanecer como aquel glorioso domingo de resurrección donde Jesús nos dio paso a la vida eterna. Me perdí la visita turística de la basílica para no irme de Jerusalén sin visitar la explanada de la mezquita de la Roca, visualizando en el muro de las lamentaciones una boda judía… la verdad, es estremecedor, parece que estas en una película bíblica. Y después vino el vía crucis. Fue mi procesión de este año, rememorando en un silencio encantador (que paz recuerdo) aquel camino al lugar de la calavera. En el lugar que empieza, cumplí mi promesa, besar el camino por donde cargó con la cruz y bajando aquella cuesta me traje un recuerdo de su dolor, la corona de espinas que esta triste cuaresma ha portado la Madre del Cristo de la Expiración… que hoy se hubiese muerto como lleva ya los años, mirando al cielo, buscando a todos los que se extasiaron en su imponente figura. Cuando volví de Jerusalén lo primero que hice (casi como en una necesidad) fue volver a ver la película de La Pasión de Mel Gibson (comprobando lo bien hecha que está sobre las escrituras y la tradición cristiana) y este viernes santo he vuelto hacer lo mismo, intentando buscar un mensaje ante esta situación. Solo me he quedado con una cosa… Señor escúchanos, pero que sea tu voluntad, no la nuestra. Y es que no sabemos lo que hacemos… dicen que no hay camino que frene a la esperanza… en Jerusalén me encontré a la Esperanza (de Málaga) poniendo nuestra huella cofrade en la ciudad donde ocurrió la primera semana santa.


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