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sábado, 24 de agosto de 2013

QUIEN FUERA SU PIEDRA...



La primera vez que clavaron las gubias sobre su rostro ya me tenía a su lado. Como en el Credo, me concedieron estar a su derecha. Incluso, las pocas veces que lo vi llorar, alguna de sus lágrimas desembocaron en mi áspera superficie. Juntos hemos escrito la memoria del barrio. Primero en las Mínimas, luego en Santa Ana y, así, en todos los lugares que el destino nos iba guardando.
Me hicieron para llevarle una de sus manos. Para sentir la cálida textura de su piel abrazar mi tosco cuerpo.
Así, todo el año. Algunas madrugadas en las que salió a la calle, me cubrieron con claveles rojos, tapando mi desnudez; como si, acaso, ver a Cristo apoyado sobre una simple piedra fuera pecado. Cuando no es así, siento como las yemas de sus dedos cubren mis ojos, desliza su tacto a lo largo de mis punzantes rincones que, al final, acaban hiriéndole. No fue suficiente el escarnio y dolor el que tuvo que soportar para, encima, tener que ser yo el que hiera sus manos cuando en mí se apoye.
Durante siglos, he contemplado cientos, miles de miradas acercarse a Él y rezar. He aprendido a leer el corazón de las gentes del barrio. Ahora conozco esa humilde realidad por las que muchos piden por el pan nuestro de cada día. También he visto al rico, al avaro, al pobre, al que venía buscando la fe y aquí la encontró. He visto tantas cosas que pocas cosas ya me asustan. Aunque debo confesar que hay una noche, que se repite todos los años, y no deja de conmoverme.
Una hilera de nazarenos anuncia al mundo nuestra llegada. El incienso pone su aroma.; la música, su melodía. Es una noche dividida en dos mitades, en la que se mezcla todo y se confunden todos. El rico, el pobre, el avaro... cada uno de los que se acercaban diariamente a la Capilla estaban allí. También los que nunca lo hacían.
Por más que pasen los años, siempre que nace la madrugada del Viernes Santo me provoca la tentación de sentirme como ellos: sometiéndome al asfalto y la fe, rozando la lágrima y el aplauso sincero, bordeando el territorio de la emoción y entregándome a la evidencia del poder que esconde su imagen. Todas las madrugadas me recorre el impulso de abandonar el paso y convertirme en una piedra más que, perdidas de su origen, ruedan por la calles.
Por fortuna, siempre vuelvo a la razón. Por nada cambiaría ese argumento. Prefiero, como desde hace siglos, no abandonar el lugar sobre el que me tallaron -a la derecha del padre- . Eternamente estaría así, sintiendo su tacto sobre mi tosca piel. Y es que, a su lado, resulta imposible tener el corazón de piedra.

JOSÉ ANTONIO RODRÍGUEZ BENÍTEZ

*Boletín de las Cofradías de Sevilla. Marzo 2006. Nº 565

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